Siempre que la vida se me complica París me recibe como una perfecta y elegante anfitriona, dispone para mi una mesa impecable y me sirve un festín en hermosa porcelana de Limoges, champagne en brillantes copas de cristal de bohemia. Me dejo emborrachar, dejo que París me cure como ha hecho siempre, que sople su viento húmedo sobre mi corazón vaciándolo de palabras.
Hoy, caminando por las calles mojadas he deseado intensamente marchar, bajarme del tren en Austerlitz una fría mañana de primavera y caminar sin rumbo, perdida en el gris elegante de la ciudad que adoro como a ninguna otra, la que adoraré aunque conozca todas las ciudades del mundo.
París es una fiesta que nos sigue aunque no tengamos ganas de fiesta.
Hoy deseo pasear a la orilla del Sena, sentarme en un café de la Ile Saint Louis, comprar cosas bonitas en Le Marais, extasiarme delante de Olympia en el Museo D'Orsay, fumar un cigarrillo en el Pont Neuf, deseo perderme sola por esas calles abiertas al cielo, esas calles que visten la lluvia, las nubes o el sol como modelos del alta costura.
Necesito París, sus mujeres elegantes, el acento de su gente en las terrazas, el césped perfecto de sus jardines, sus ventanas, sus tejados, la buhardilla de la última vez, la risa de mis sobrinos y la charla de mi prima, siempre añorando el sol en el paraíso.
Así qué voy a ir sacando un billete aunque sea en el Google Earth, cuando París me llama, mi vida no puede faltar a esa cita.
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