Un carpintero de manos rugosas escogió la madera. Tras observarla un largo rato a través del humo de su pipa, desgranando los suaves misterios de la vetas, tomó sus instrumentos. No necesitó bocetos, le bastaba acariciar largamente las nervaduras arbóreas, deslizar los dedos por los nudos y recodos de la pieza. Le bastaba con recordar los cuerpos de las mujeres que había amado.
Primero hizo parir a la madera las formas que esperaba, con una violencia de chasquido, abrió las entrañas de aquel tronco, y después, con sus nobles y antiguas herramientas fue despojándolo de esquinas y ángulos, buscando las curvaturas misteriosas. Con solemne sensualidad caían al suelo las limaduras, un polvo dorado de serrín, encendido por los rayos de la tarde, convertía el taller en un misterioso antro de rey Midas.
Y fue naciendo ella, acariciada por manos y metal, su cuerpo fue adquiriendo la contundente certeza del destino. Una mujer para encabezar un barco.
Fue lanzada al azul una nublada mañana de verano, los ojos bien abiertos, la sonrisa incierta. Sin miedo a la sal ni a la carcoma se columpiaba al borde de las olas, una mujer proyectada al océano, el pecho abierto al viento y a la espuma. No hay miedo cuando uno ha nacido para ser una flecha, la aguja de una brújula, un mascarón de proa como ella. Sólo el reclamo de la ruta, la llamada incuestionable del trayecto, la neta imposición de ceder al impulso.
Nadie le habló de la embestida de los barcos, ni de cómo su perfil vulnerable podía ser un espigón abierto hacia la guerra, no sabía del crujir y el reventar de las astillas, y en su bamboleante precipitar deseó ser árbol y reposar en tranquilas raíces sobre el manso campo de su infancia.
Primero hizo parir a la madera las formas que esperaba, con una violencia de chasquido, abrió las entrañas de aquel tronco, y después, con sus nobles y antiguas herramientas fue despojándolo de esquinas y ángulos, buscando las curvaturas misteriosas. Con solemne sensualidad caían al suelo las limaduras, un polvo dorado de serrín, encendido por los rayos de la tarde, convertía el taller en un misterioso antro de rey Midas.
Y fue naciendo ella, acariciada por manos y metal, su cuerpo fue adquiriendo la contundente certeza del destino. Una mujer para encabezar un barco.
Fue lanzada al azul una nublada mañana de verano, los ojos bien abiertos, la sonrisa incierta. Sin miedo a la sal ni a la carcoma se columpiaba al borde de las olas, una mujer proyectada al océano, el pecho abierto al viento y a la espuma. No hay miedo cuando uno ha nacido para ser una flecha, la aguja de una brújula, un mascarón de proa como ella. Sólo el reclamo de la ruta, la llamada incuestionable del trayecto, la neta imposición de ceder al impulso.
Nadie le habló de la embestida de los barcos, ni de cómo su perfil vulnerable podía ser un espigón abierto hacia la guerra, no sabía del crujir y el reventar de las astillas, y en su bamboleante precipitar deseó ser árbol y reposar en tranquilas raíces sobre el manso campo de su infancia.
Sin embargo el recuerdo del mar es poderoso, aunque refleje el fuego y la batalla, y los barcos albergan carpinteros que reparan, parchean y acarician. No pudo renegar de su destino, adelante siempre con los ojos abiertos, sin perder el viaje, sin dejarse atrapar por nostalgia de puerto, sin olvidar que el océano sobrevive siempre a los naufragios.