lunes, 27 de enero de 2014
Una anécdota invernal sin ninguna importancia
Para hacer un efecto más multimedia os he puesto un tema que me chifla... así pues podéis dar al play antes de leer...
Hace poco paseando por la calle recogidas miraba descaradamente a la gente que me cruzaba con bastante desdén. Pensaba yo en mi escrutinio que la mayor parte de las personas no me interesan ni un ápice... Nada de ellos podría generar en mi ni la mínima curiosidad.
Me encontraba en ese desaliño de llevar toda la mañana sin rumbo en un día nublado, buscando uno de esos regalos de compromiso que uno no tiene ilusión por hacer. Las calles, las tiendas y la gente me parecían feistas. Me sentía como una especie Holly Golightly: igual de sórdida que el resto de los mortales pero diferente a la humanidad en algo: querer ser especial.
¿A donde quiero llegar? a que ese día estaba yo en el egocéntrico ejercicio de suponer que el 90% de la gente está vacía y es gris (y yo no)... Un Walking Dead de seres carentes de estilo o de hábitos que marquen una diferencia que provoquen mi curiosidad.
El momento era tan aciago en mi ánimo que incluso al cruzarme con hombres que me resultaban realmente atractivos (por apolíneos o por dionisiacos) encontraba en ellos motivos para desecharlos: tiene la piel muy grasa, debe ser de aseo distraído, seguro que no se puede hablar con él ni siquiera sobre la delicadeza de los detalles... seguro que fuma y le huele el aliento... De todos es sabido que todas mis parejas han sido grandes fumadores y esto nunca me desenamoró pero aquel día todo era susceptible de censura...
Entre estas bellas y cálidas reflexiones (que tanto dicen de mi encanto), en la esquina de la Casa de los patos divisé a un muchacho que retuvo mi atención y al que observe detenidamente (un vicio que cada vez disimulo menos). No era nada del otro del mundo: edad inconcreta entre 25 y 45 años, alto, delgado, barbilampiño, con el pelo negro y ensortijado. No llevaba nada en las manos. Vestía un pantalón vaquero, un abrigo de tres cuartos de paño gris cruzado y una gran bufanda de punto azul de Springfield (que yo también tengo).
El chico esperaba a alguien. Encendió un cigarrillo y mi circunstancial espíritu devorador de virtudes lo tiró al pozo de los seres grises aunque no dejé de observarlo. Estaba prácticamente a un metro de él y aunque no me interesaba ya, hice algo que había dejado de hacer hace mucho: me detuve a escasos centímetros de él y respiré profundamente.
Olía extraordinariamente bien... a perfume seco, suave y limpio. Era el olor de una persona que ha buscado con detenimiento una esencia que lo describa. Mientras me alejaba de él saboreé su olor y reflexioné sobre la importancia de este sentido. El olor de una persona es más importante a veces que su aspecto o su estilo... Aquel hombre, sin duda, era un señor más que interesante y nada gris.
En la esquina siguiente me volví para retener su aspecto pero ya no estaba. Por un instante pensé en retroceder para intentar localizarlo en alguna dirección y saber a quién esperaba (chica, chico, familia, grupo de amigos... o quizás esperaba a un desconocido... o incluso se fue por que el esperado no llegó).
Pero no lo hice: me merecía la pena que aquel desconocido se quedara en mi memoria como aquel chico con buena pinta y edad inconcreta que olía tan bien...
Mientras continuaba caminando pensé que algún día compartiría esta experiencia con mi Famiglia di Malatesta...
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2 comentarios:
Por un momento te he visto deambular por la calle Recogidas como un Dandy trasnochado de otro tiempo a la caza del segundo sublime, me encanta ir contigo cuando estas así.
Qué importancia tiene el olor de las personas en nuestra percepción de ellas, no solo el perfume, el olor.
A mi particularmente no me gustan los perfumes masculinos, no me gustan los hombres que huelen a perfume. Me gustan los hombres que huelen a ropa limpia, a jabon... olores sencillos que se perciben sólo de muy cerca, solo en un abrazo. Que rara soy.
Me apetece un largo paseo granadino contigo
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